(texto completo en: www.info-farmacia.com)
Los nativos norteamericanos usaban decocciones de raíces de Nuphar lutea, un nenúfar que crece en charcas plagadas de caimanes de la península de Florida, preparando cataplasmas para tratar heridas infectadas. La traslación de este uso tradicional a la ciencia farmacéutica es un ejemplo de lo que la etnobotánica (botánica médica) puede representar como tabla de salvación para el grave problema mundial del aumento de la resistencia bacteriana a los antibióticos, y la falta de reposición con moléculas novedosas y eficaces.
Según estimaciones, las infecciones bacterianas resistentes matan alrededor de 700.000 personas cada año en todo el mundo. Los expertos prevén que el número de muertes por infecciones refractarias a todos los antibióticos disponibles hoy día será de más de diez millones de personas alrededor del año 2050. Nos enfrentamos a un problema muy grave, y solo medidas anticipatorias pueden evitar una posible catástrofe médica, más cuanto que la sociedad no está intelectualmente preparada para afrontarla. Podemos afirmar, sin exagerar, que nos hallamos en el borde del precipicio de una era post-antibiótica. Cualquier crisis sanitaria puede derivar con inusitada rapidez en una crisis mundial.
La complejidad del mundo microbiano es inmensa. Nuestro organismo alberga normalmente un número de bacterias muy superior al de células. Mientras un sinnúmero de bacterias son imprescindibles para el mantenimiento de las funciones orgánicas, otras comprometen nuestra supervivencia.
Las bacterias compiten entre ellas por los nichos ecológicos. En estas guerras del submundo, un arma estratégica es la producción de moléculas, denominadas apropiadamente antibióticos. La síntesis y secreción de estas moléculas por una determinada especie bacteriana inhibe la multiplicación de otras especies con las que compiten por el espacio vital.
Desde mediados del siglo XX la ciencia farmacéutica ha sido capaz de identificar, aislar y usar estas sustancias en beneficio propio. Son estratégicas, a la vez que tácticas, en la guerra contra las infecciones. Sin embargo, las bacterias han adquirido la capacidad de soslayar las acciones de estas armas químicas, tornándose indemnes sus efectos, bacteriostáticos y/o bactericidas.
La 4ª, 5ª y 6ª década del siglo XX fue la podríamos denominar «edad de oro de los antibióticos». Hongos y bacterias que crecían en el suelo y en las alcantarillas se convirtieron en una mena de potentes moléculas antibióticas. La fuente parecía inagotable y se tenía la impresión (incluso la convicción) de que la humanidad conseguiría domeñar la mayoría de las infecciones en unas pocas décadas. Una revista médica de prestigio llegó a recomendar a los estudiantes de medicina que dejasen de lado su pretensión de especializarse en enfermedades infecciosas, ante la plausibilidad de “no tener trabajo” en el futuro. La esperanza pronto se mostró fútil. Solo el 1%, aproximadamente, de todas las especies bacterianas se podía cultivar in vitro. Hacia la década de 1970 los antibióticos disponibles parecían suficientes para abordar con éxito casi cualquier patología de origen bacteriana. En los años siguientes muchos laboratorios farmacéuticos abandonaron proyectos de búsqueda de familias antibióticas. Se continuaban comercializando “nuevos” antibióticos, pero mayoritariamente eran variaciones “cosméticas” de los ya disponibles, tales como pautas de administración más cómodas, formulaciones orales en lugar de inyectables, y otras estrategias que permitiesen prolongar la vigencia de patentes. La búsqueda en la Naturaleza fue abandonada a favor de la síntesis de laboratorio, menos costosa que la investigación etnobotánica.
El desarrollo de la química combinatoria, surgida en la década de 1980, alcanzó su pleno apogeo durante la década siguiente, 1990 (The Logic of Chemical Synthesis, E.J. Corey & Xue-Min Cheng). Esta estrategia hizo posible crear inmensas bibliotecas de estructuras moleculares que combinadas posibilitarían la síntesis de casi cualquier molécula. Una actitud pretenciosa, muy humana. Pero la ciencia se halla muy lejos de emular la complejidad y perfección resultante de más de 400 millones de años de evolución. El progreso científico nada puede hacer frente al diseño molecular que la Naturaleza ha perfeccionado durante millones de años, mediante la sistemática de “prueba y error” o, en palabras de Jaques Monod y François Jacob, de “azar y necesidad”.
Muy pocos antibióticos verdaderamente novedosos se han comercializado desde 1980. En lo que llevamos del siglo XXI, grandes multinacionales farmacéuticas, Pfizer, Eli Lilly, Bristol Myers Squibb, y otras, han interrumpido interesantes programas de investigación antibiótica. El fracaso relativo de la síntesis química completa de nuevos antimicrobianos, junto a la menor rentabilidad en relación a otros medicamentos destinados al tratamiento de enfermedades crónicas (hipertensión, patologías psiquiátricas, reumatológicas, cáncer, etc.) han motivado este desinterés de la industria farmacéutica por la búsqueda de nuevos antibióticos.
Las advertencias sobre los riesgos del uso descontrolado de antibióticos, tanto en el ámbito de la prescripción médica, como en su utilización veterinaria, apenas ha surtido efecto. El surgimiento de bacterias resistentes es inevitable, pero la masiva utilización de antibióticos ha ejercido una presión de selección favorable hacia las cepas resistentes.
Se están ideando diversas estratagemas para dinamizar el desarrollo de antibióticos. Algunas tratan de aprovechar las bacterias ya conocidas y estudiadas, modificándolas genéticamente, con la esperanza de que fabriquen otras moléculas antibióticas distintas de las ya conocidas. Otra argucia es modificar los dispositivos de cultivo para hacer posible que determinadas bacterias puedan cultivarse in vitro. Pero tal vez haya que regresar a los orígenes, esto es, buscar nuevas familias de antibióticos en la Naturaleza, desde las plantas, a los océanos e incluso el mundo animal invertebrado. La Naturaleza nos ha regalado antibióticos, y muchos otros medicamentos de trascendental importancia. Durante las últimas décadas hemos creído que podíamos emular en el laboratorio los logros de millones de años de evolución.
La historia del descubrimiento de la Artemisinina, el mejor medicamento disponible en la actualidad contra la malaria, es aleccionador. En 1967, Mao Zedong puso en marcha un proyecto militar secreto para hallar posibles remedios naturales contra la malaria (paludismo) a petición del líder norvietnamita Ho Chi Min, en su guerra contra el entonces Vietnam del Sur y sus aliados norteamericanos, la Guerra del Vietnam. La malaria causaba estragos en las junglas de Vietnam. Los plasmodios (las formas hemáticas del parásito de la malaria) se habían vuelto resistentes a los medicamentos clásicos. El proyecto, en el que participaron más de 500 científicos e investigadores chinos, tuvo dos enfoques. Mientras varios grupos llevaban a cabo investigaciones de laboratorio, otros (etnobotánicos) indagaban entre los remedios populares en las regiones tropicales chinas, en las que la malaria era endémica. Se fijaron de preferencia en los preparados usados para tratar las fiebres (plantas febrífugas). El estudio de textos médicos antiguos se compaginaba con la búsqueda de remedios en remotas aldeas. La investigación etnobotánica condujo finalmente a una planta, el ajenjo dulce, botánicamente Artemisia annua. La directora del proyecto, Tu Youyou, en nombre de su equipo, muchos ya fallecidos, recibió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina 2015. Los primeros ensayos con la planta no funcionaron muy bien. Sin embargo, un manual de recetas del siglo IV escribía lo siguiente: “…para extraer las propiedades medicinales de la planta se debe usar agua relativamente fría, en lugar de té hervido”. Siguiendo los consejos de la medicina tradicional aderezada con la tecnología de laboratorio, se llegó finalmente al aislamiento del principio activo Artemisinina. Algunos años más tarde se descifró su compleja estructura molecular.
Una de las más prestigiosas etnobotánicas de la actualidad es la norteamericana Cassandra Leah Quave, de la Universidad de Emory. Su infancia no fue fácil. Nació con varias deformidades en su pierna derecha que hicieron necesaria su amputación a la edad de tres años. Tras la operación sufrió gangrena estafilocócica de su muñón. Como todo niño, hizo virtud de la necesidad; y, como parte de ese encomiable afán de superación, decidió estudiar medicina y antropología, derivando su interés hacia la etnobotánica. Pronto tomó conciencia de que conceptualmente la etnobotánica es anterior a la civilización. Muchos animales parecen auto-medicarse con determinadas plantas, evitando la toxicidad de otras. Es fácil observar en nuestro entorno más cercano cómo las vacas que pastan libremente durante el verano en los prados de montaña, evitan una vistosa planta, digital (por el aspecto de dedal de su flor abierta) (Digitalis purpurea). Existen otros muchos ejemplos: los mapaches se frotan con las hojas del árbol del té para disuadir a pulgas, garrapatas y piojos de buscar acomodo en su peluda piel; los grandes simios ingieren hojas ligeramente tóxicas para evitar la infestación por helmintos. [Es preferible una leve intoxicación que las consecuencias crónicas de una infestación por gusanos]. Nuestros ancestros, más o menos simios, sobrevivieron, y prosperaron, gracias a las plantas medicinales. Una tablilla sumeria datada de hace unos 3.000 años refiere 15 recetas con plantas tales como mirto, tomillo, sauce y otras, mezcladas con miel, cerveza o vino.
Entre los años 50 y 70 A.D., Dioscórides viajó con los ejércitos de Nerón recopilando plantas medicinales con los que formulaba bálsamos, elixires y ungüentos. Redactó “De Materia Medica”, un texto referencial durante más de 1.500 años.
El descubrimiento de América trajo a Europa nuevos medicamentos, tales como la corteza del árbol de la quina (los “polvos del obispo de Lugo” como fueron conocidos en el Vaticano), del que se extrae la quinina, durante mucho tiempo el principal remedio contra la malaria. [Hoy día es totalmente ineficaz por el desarrollo de resistencias]. En aquella época, y durante siglos posteriores, el mundo estaba plagado de “terra incognita”, inexplorada. Sin embargo, solo a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX la etnobotánica llegó a ser una disciplina científica.
Richard Evans Schultes fue considerado el padre de la etnobotánica. Durante 12 años convivió con tribus de la cuenca noreste del Amazonas. Participó en sus rituales y recopiló valiosa, y hasta entonces ignorada información sobre remedios populares. A su regreso a Estados Unidos formó varias generaciones de etnobotánicos en la Universidad de Harvard, muchos de ellos líderes de reconocido prestigio internacional.
Alrededor del 25% de la farmacopea actual deriva de plantas y, sin embargo, solo una mínima fracción de las 50.000 plantas que se estima tienen propiedades medicinales se han estudiado en el laboratorio.
La Dra. Cassandra Leah Quave realizó diversos viajes iniciáticos a la amazonia peruana, pero también al sur de Italia, Albania, Kosovo, etc., aprendiendo por ejemplo que la hierba de San Juan mezclada con aceite de oliva es un cicatrizante para las quemaduras; que la nuez verde inmadura resuelve infecciones fúngicas; que el arbusto de hoja perenne Daphne gnidium (ver dibujo que acompaña al texto) es hemostático y antiparasitario; y que las moras son usadas en el sur de Italia contra forúnculos y abscesos. Todavía más: las raíces de mora pulverizadas tratadas con diversos disolventes impiden que los estafilococos resistentes a Meticilina (SAMR – Staphylococcus aureus Meticilina-resistentes) formen películas biológicas que les permiten adherirse tanto a tejidos vivos como a dispositivos médicos tales como catéteres y sondas.
El problema de la resistencia antibiótica surge cuando se forman colonias de gérmenes. Cuando se alcanza una “masa crítica” las bacterias comienzan a fabricar masivamente toxinas, se intercambian material genético y modifican la estructura de muchas glucoproteínas de membrana que otorgan resistencia a muchos antibióticos al bloquearles el acceso a sus dianas moleculares, bien en la pared celular, membrana celular o intracelularmente. Una estrategia para mantener la eficacia de los antibióticos consistiría en “distraer” a las bacterias, a la manera de un mago con su auditorio. Estas sustancias, al no ser bactericidas, no ejercen una presión evolutiva a favor del desarrollo de cepas resistentes.
Muy recientemente el equipo de investigación de Cassandra Leah Quave descubrió que las bayas del árbol de la pimienta brasileña, introducido como planta ornamental en muchos países occidentales, previene la formación de biopelículas por los estafilococos resistentes a la Meticilina. En opinión de la Dra. Quave, y otros expertos, tal vez haya que buscar aquí la estrategia contra la resistencia bacteriana a los antibióticos.
Al menos conceptualmente, este tipo de moléculas se pueden asociar con antibióticos para abordar determinadas cirugías o el tratamiento de infecciones ya instauradas por gérmenes multirresistentes.
Durante la última década, la Food and Drug Administration (FDA) norteamericana solo ha aprobado dos medicamentos botánicos. El primero es Veregen®, una mezcla de polifenoles denominados sinecatequinas, extraídos de hoja de té verde que se prescriben para tratar verrugas genitales.
El otro fármaco derivado de la etnobotánica es Fulyzaq® (Crofelemer), un derivado pro-antocianidina, con actividad anti-diarreica, hecho a partir de la resina de la corteza de un árbol (Croton lechleri – dibujo adjunto al texto -), siendo la composición tan compleja que algunos componentes de la mezcla todavía no se han identificado. Sin embargo, la industria farmacéutica no es partidaria de preparados complejos por la dificultad de evaluación y estandarización.
La investigación académica universitaria es financiada con creciente frecuencia por la industria farmacéutica. Es muy difícil económicamente iniciar proyectos vanguardistas si no son de interés para patrocinadores con gran solvencia económica. Además, la investigación sobre nuevos antibióticos se enfrenta a dos problemas añadidos: el tiempo de uso de los nuevos fármacos suele limitarse a unos pocos días a lo sumo (duración de los tratamientos); y las autoridades sanitarias ponen trabas a su prescripción indiscriminada al objeto de preservar su eficacia terapéutica. Ambas circunstancias limitan las posibilidades de reembolso de la inversión, antes del vencimiento de la patente con la consiguiente aparición de versiones genéricas, más baratas.
Finalmente, hay un aspecto de gran trascendencia. En el año 1992, más de 150 países firmaron el Convenio sobre la Diversidad Biológica, un tratado que establece los derechos de los países sobre las medicinas tradicionales que se usan en su territorio, determinando que solo deben compartirse si los beneficios obtenidos tienen una distribución equitativa y no monopolística.
El problema es que un estímulo de la investigación de nuevos antibióticos no tendría una traslación inmediata a la farmacia. No menos de 10 años serían necesarios, en la mejor de las situaciones posibles. Por ahora nos hallamos con unos gérmenes cada vez más blindados y un ejército de antibióticos cada vez más reducido y “desmotivado”.
Zaragoza, a 23 de septiembre de 2016
Dr. José Manuel López Tricas
Farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria
FARMACIA LAS FUENTES
ZARAGOZA