1947 fue un año de optimismo generalizado: apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, una serie de inventos se recibieron con entusiasmo: la primera cámara fotográfica polaroid, las televisiones domésticas y las primeras radios transistores. De estos tres inventos, setenta y tres años después solo persiste la televisión, técnicamente mejor, ética y estéticamente deleznable.
New York era entonces la ciudad vibrante que el imaginario colectivo se empecina en trasponer a la actualidad, hoy día un negativo de lo que llegó a ser. Y fue precisamente en esa época y en esa ciudad, cuando surgió un brote epidémico de una de las más temibles enfermedades que ha afligido a la Humanidad a lo largo de la Historia: la viruela.
El 1 de marzo de ese año, un empresario estadounidense de 47 años, Eugene Le Bar, viajó en autobús desde Ciudad de México hasta New York, en un interminable viaje. Su destino era Maine, pero se sintió enfermo antes de alcanzar su destino, registrándose junto a su esposa en un hotel de Midtown, Manhattan. Intensos dolores de cabeza y nuca precisaron su ingreso hospitalario. Los médicos descartaron la viruela, dado que el paciente tenía la señal indicativa de haber sido vacunado. Su situación clínica se deterioró rápidamente falleciendo el 10 de marzo. Enseguida aparecieron más casos graves, que afectaban desde bebés a adultos, con una sintomatología similar. Inicialmente pareció un brote de varicela, pero las erupciones cutáneas no se ajustaban a ese diagnóstico.
Los análisis de laboratorio confirmaron el 4 de marzo que se trataba de viruela, una enfermedad de la que los últimos casos se habían notificado en New York antes de la guerra [Segunda Guerra Mundial]. Los funcionarios de salud fueron desenmarañando la red de contagios, hasta llegar al paciente cero, Eugene Le Bar. Era la Semana Santa de 1947, en la que se celebraba el gran desfile de Pascua en la famosa Quinta Avenida.
Entonces el responsable de la salud de New York era Israel Weinstein. Era niño cuando otra epidemia de viruela a comienzos del siglo XX mató a 720 habitantes de la metrópoli en un período de dos años.
La viruela ha plagado a la Humanidad durante miles de años; solo en el siglo XX la Organización Mundial de la Salud estimó que causo la muerte de alrededor de 300 millones de personas.
La transmisión era muy simple: un estornudo, leve contacto físico o incluso hablar con un contagiado, prácticamente garantizaba la infección. En cuestión de días, la infección debutaba con fiebre, dolores generalizados y náuseas; a lo que seguía una erupción facial que pronto se extiende por todo el cuerpo, con formación de pústulas. Aproximadamente un tercio de infectados fallecía; y muchos de los que sobrevivían quedaban desfigurados por las costras que se forman cuando se secan las pústulas, o irremisiblemente ciegos (debido a las pústulas que aparecen en la córnea).
Siguiendo la praxis de la variolización, el médico británico Edward Jenner diseñó una vacuna usando costras de la viruela vacuna. De hecho la palabra vacuna deriva de vaca por esta razón. La etimología de vacuna en inglés (vaccine) se parece más al epíteto latino de vaca (vacca). Con la vacunación se frenaban los nuevos brotes epidémicos que surgían.
Tras décadas de lucha coordinada y trabajo muy bien realizado, la Organización Mundial de la Salud consideró erradicada la enfermedad en el año 1980, dos años después del último contagio natural en una mujer somalí.
Desde entonces se ha considerado la erradicación de la viruela un hito de la medicina. Definitivamente una grave enfermedad infecciosa entraba en los libros de Historia de la Medicina, y ya no era un capítulo de los textos de microbiología, todo lo más un anexo en letra pequeña.
Antes de 1947, la mayoría de los neoyorquinos habían sido vacunados contra la viruela. Se les dijo que la vacuna protegía de por vida, pero no había constancia de que así fuera. Algunas personas rehusaron vacunarse; en otras la protección otorgada por la vacuna había desaparecido al cabo de unos años; entre estos últimos se hallaba Eugene Le Bar.
Israel Weinstein, responsable de salud de New York, se enfrentaba a un enorme dilema, viéndose obligado a tomar una difícil decisión: en una conferencia de prensa declaró que todos los habitantes de la gran metrópoli deberían volver a vacunarse; no había garantías de que mantuviesen su inmunidad tras su vacunación infantil, si bien se desconocían los efectos de una revacunación. La decisión desencadenó reacciones ambiguas, sobre todo entre personas con sistemas inmunitarios débiles o con afecciones cutáneas. Según David Oshinsky, autor de un famoso libro sobre la poliomielitis (Polio, An American Story), declaró que Israel Weinstein actuó conforme al conocimiento de la época; y, a la luz de los hechos, su proceder fue correcto. El riesgo de que la infección variólica se expandiese era mucho mayor que la posibilidad de contraer encefalitis por la revacunación.
En aquella época la radio seguía siendo la principal fuente de información. En una serie de memorables emisiones radiofónicas, expresadas con claridad y coherencia, Israel Weinstein afirmaba que la vacuna sería gratuita y, en consecuencia, no existía razón alguna para que nadie quedase desprotegido. Junto a las famosas arengas por radio, la ciudad se llenó de explícitos carteles con el texto Asegúrese, Cuídese, ¡Vacúnese! (Be Sure, Be Safe, Get Vaccinated!). Israel Weinstein no quitó hierro al asunto; informó con sinceridad y ofreció una protección creíble.
Sin embargo, la realidad era que las reservas municipales no disponían del stock suficiente para vacunar a los casi ocho millones de habitantes.
Con urgencia consiguió 780.000 dosis adicionales almacenadas en bases militares de las lejanas Missouri y California, recurriendo también a fabricantes privados e incluso a filántropos. La logística funcionó. No se limitó a vacunar a la población, sino que se rastreó a las personas que habían tenido contacto con infectados para establecer cortafuegos sanitarios que impidiesen la propagación de la infección por vías de escape ignoradas.
Sin embargo, la respuesta de la gente a la llamada a la vacunación fue inicialmente mediocre. El domingo de Pascua [de 1947] fue excepcionalmente cálido en New York, la gente asistió al gran desfile de Pascua; y tan solo 527 personas solicitaron ser vacunadas. Todo cambió cuando, tres días después se supo de la muerte de una mujer célebre y popular. La gente tomó conciencia de la gravedad y las solicitudes de vacunación aumentaron de manera espectacular. Las fotografías de la época mostrando filas enormes en los centros de vacunación son paradigmáticas. Además, los movimientos sociales contrarios a la vacunación que no son, como suele creerse, de aparición reciente, sino que ya existían en el siglo XIX, apenas tenían influencia en aquellos años.
Además, la población sufría las consecuencias de otra grave enfermedad, la poliomielitis, de la que no se dispondría de la primera vacuna hasta comienzos de la década de 1950.
Famosos políticos se mostraron públicamente inyectándose la vacuna, desde el entonces alcalde de New York (William O’Dwyer), quien había recibido la vacuna [contra la viruela] cuatro veces durante su estancia en el ejército, hasta el propio Presidente Harry S. Truman. Se comportaron como personas influyentes, creíbles, ejemplares, diciendo lo que creían y haciendo lo que decían.
El sistema de salud, y los voluntarios (que se involucraron tras una mínima formación) en la vacunación masiva, lograron que casi seis millones de neoyorquinos quedasen protegidos frente a la viruela en ¡una semana!
Dos meses y medio después que el comerciante Eugene Le Bar, descendiese muy enfermo, de un autobús en Manhattan, Israel Weinstein declaró que el grave peligro había pasado. Algún tiempo después, publicó en The American Journal of Public Health que en apenas un mes se habían vacunado en el área metropolitana de New York, seis millones trescientas cincuenta mil personas, un éxito logístico hasta ahora nunca repetido. No obstante, el actual reto de la pandemia covid-19 supera con creces aquel desafío sanitario. Otra valoración del éxito se infiere de que solo hubo doce infectados y dos víctimas, una de ellas el propio agente comercial que desató la alarma, y la otra una celebridad que cambió la actitud de la gente ante la recomendación de vacunación (o revacunación).
Uno de las razones de un número tan bajo de contagios es que la vacunación masiva se llevó a cabo en espacios abiertos, donde se evitaba el hacinamiento y se dificultaba el contagio. A todas luces, este caso se ha de considerar un gran logro de salud pública.
Lejos de querer vivir del prestigio y éxito que había conseguido, Israel Weinstein dimitió de su cargo en noviembre de 1947, apenas siete meses después del brote de viruela. No obstante, dejo elaborado un plan para la contención de una enfermedad infecciosa en una gran urbe.
Los problemas logísticos para la vacunación masiva contra la actual pandemia covid-19 no solo derivan de la distribución, sino de la desconfianza generalizada en los gobiernos, la ciencia y los medios de comunicación. La Historia enseña que ante las crisis (sanitaria o de otro tipo) la política puede ser un arma poderosa o una daga afilada. La honestidad, la valiente exposición del prestigio personal en beneficio de la comunidad, y la comunicación clara, sincera y directa son fundamentales, evitando discursos impostados.
Israel Weinstein asumió su trascendental papel, no se escondió en comités de ignorados asesores, solucionó (solo dos víctimas y 12 infectados) una crisis sanitaria que de otro modo hubiese causado cientos o miles de muertos; y dimitió prudentemente sin esperar otros réditos que su propia bien merecida reputación.
Zaragoza, a 20 de diciembre de 2020
Dr. José Manuel López Tricas
Farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria
Farmacia Las Fuentes
Zaragoza