Riesgos de una higiene obsesiva

Nuestra sociedad hiperhigienizada está dejando «sin trabajo» a nuestro sistema inmunitario, ese complejísimo mosaico de células y sustancias segregadas por ellas que ha evolucionado durante millones de años para protegernos contra multitud de gérmenes y sustancias exógenas potencialmente nocivas. A veces el sistema inmune, en su celo se extralimita reaccionando frente a sustancias inocuas causando sintomatología alérgica, o incluso contra sustancias del propio organismo, desencadenando enfermedades autoinmunes.

La instauración de la higiene en la praxis médica y en nuestra cotidianeidad contribuyó a reducir drásticamente la morbilidad y mortalidad. Sin embargo, en estos tiempos tendentes a cuestionar evidencias, hay que aseverar que nos hemos excedido.

Londres, en el siglo XIX no era un lugar saludable.

En el año 1872, la revista British Journal of Homeopathy, incluía una curiosa observación: la «fiebre del heno» es una enfermedad aristocrática, limitada casi exclusivamente a las clases altas de la sociedad; rara vez se manifiesta entre las personas de los suburbios. [La denominada «fiebre del heno» es un sintagma para referirse a las alergias estacionales causadas por el polen de ciertas plantas].

Casi un siglo más tarde, en noviembre de 1989, otro breve artículo publicado en la revista British Medical Journal, volvía a tratar la «fiebre del heno». El título del texto era curioso: «Fiebre del heno, higiene y tamaño de la familia». El autor había estudiado la prevalencia de «fiebre del heno» en una población de 17.414 niños nacidos en el mes de marzo de 1958. El investigador encontró una relación inversa entre la probabilidad de desarrollar «fiebre del heno» y el número de hermanos; esto es, cuánto más numerosa era la familia, menor la probabilidad de sufrir «fiebre del heno». Todavía más: la probabilidad de padecerla era menor entre los hermanos pequeños.

Seguro que todos ustedes han razonado de la misma manera: los niños pequeños son tratados con menos pulcritud que los primogénitos. Es verdad, pero en ciencia incluso las evidencias han de demostrarse.

Se constataba que las infecciones durante la primera infancia son un seguro contra el desarrollo de alergias.

Durante el siglo XX, la disminución de la natalidad, excepción de incrementos limitados tras las dos guerra mundiales, la mejora de la economía, la universalización de la cobertura sanitaria, el descubrimiento de los antibióticos, y el desarrollo de las infraestructuras, han reducido los contagios interpersonales, no solo en el ámbito familiar, sino también en el conjunto de la sociedad. Morimos más tarde, pero padecemos más patología atópica y alérgica.

La higiene adquirió cuerpo de doctrina, llegando a ser una piedra angular de todos los procedimientos médicos. Sin embargo, su talón de Aquiles continúa siendo la manera como los humanos nos enfrentamos con el mundo moderno, sobre todo cuando la geografía ya no constituye una barrera para rápidos movimientos de población.

Nuestros ancestros evolucionaron durante millones de años adaptándose a sobrevivir en entornos geográficos limitados, sobrellevando dificultades que hoy son inasumibles en sociedades desarrolladas, tales como la falta crónica de alimentos, y el uso de éstos en condiciones que muchas veces rozaban la putrefacción. El acceso al agua limpia, raramente potable, era muchas veces difícil en determinadas áreas geográficas. Los cambios climáticos y las variaciones meteorológicas normales comprometían con frecuencia la supervivencia, por la escasez de alimentos, la aparición de epidemias y otras enfermedades. La propia reproducción tenía un peaje elevado de muerte materno-infantil.

Si sobrevivimos y progresamos como especie animal fue gracias a nuestro sofisticado sistema inmunitario, de cuya importancia fuimos conscientes mucho antes de que comenzásemos a pergeñar su intrincado funcionamiento; y en ello seguimos…

El hombre es consecuencia de la erosión evolutiva que nos moduló y moldeó hasta lo que somos hoy día, tanto para lo bueno como para lo mejorable.

Nuestro desarrollo cerebral nos permitió diseñar estrategias que nos ayudaron a sobrevivir, asumiendo comportamientos socialmente beneficiosos y rechazando otros que se evidenciaban perjudiciales y potencialmente peligrosos.

El cerebro social descubrió comportamientos efectivos para la colectividad. Así fue como comenzamos a lavarnos las manos, evitamos alimentos que la experiencia enseñó podían resultar peligrosos. En este sentido, la religión antecedió a la ciencia; de ahí su difícil relación actual. Aspectos como la prohibición de consumo de ciertos alimentos (derivados porcinos) protegía a las personas de contraer una grave enfermedad que, hoy sabemos, es la triquinosis. La limitación del consumo de carne en determinadas épocas protegía a la sociedad de determinadas enfermedades. Incluso la monogamia servía de freno a la expansión de la sífilis, otrora una gravísima e incurable enfermedad. La costumbre del lavado de pies entre los musulmanes les protege de oncocercosis («ceguera de los ríos») y otras graves infecciones parasitarias y fúngicas.

En el más antiguo de los libros de la Biblia, el Éxodo, ya se recomienda el lavado de manos y pies con vinagre (de hecho un eficaz desinfectante).

Nuestros hábitos evolucionaron, pero el sistema inmunitario lo hizo muy lentamente, adaptándose al entorno. Y así, mientras nuestro sistema inmunitario apenas ha cambiado desde hace miles de años, nuestro comportamiento sí lo ha hecho. Ahora nos lavamos, barremos nuestras casas, evitamos los alimentos en mal estado y cocinamos los que consideramos aceptables. Al mismo tiempo cuidamos a los animales que criamos.

En los países desarrollados purificamos el agua, aislamos y eliminamos las aguas residuales (recuérdese que la Cloaca Máxima fue una de las grandes obras de ingeniería del Imperio Romano).

Durante el siglo XX descubrimos en el submundo microbiano sustancias que atacan con eficiencia otras bacterias que, no hace tanto tiempo, causaban infecciones con elevada mortandad. El descubrimiento de las vacunas ha reducido la mortalidad infantil a tasas residuales en las sociedades prósperas.

Todos estos avances han reducido, para bien, la «carga de trabajo» de nuestro sistema inmunitario. Tal vez hayamos desajustado el equilibrio entre nuestro sistema inmune y los riesgos del entorno que conformaron su diseño durante miles de años.

¿Se puede llegar a «aburrir» el sistema inmunitario?

Un sistema inmune con poco quehacer puede reaccionar de forma exagerada y errónea. Se activa ante sustancias inocuas, como el polen de plantas o los ácaros del polvo. Es así como desarrollamos alergias y un proceso inflamatorio derivado de la activación crónica del sistema inmune.

Algunos datos avalan este posicionamiento teórico: el CDC (acrónimo de Center for Disease Control and Prevention) de Estados Unidos estudió durante dos breves intervalos temporales (1997-1999, y 2009-2011) los porcentajes de niños con alergias a diversos alimentos, o de tipo dermatológico. Los incrementos porcentuales fueron del 50% y del 69% respectivamente. Se estima que hoy día el 12,5% de los niños estadounidenses sufren eczemas y otras reacciones de tipo atópico. Está claramente demostrada la relación entre el nivel de ingresos y la incidencia de alergias alimentarias y respiratorias. Para llegar a esta conclusión se ha tenido en cuenta el sesgo derivado del acceso a la atención sanitaria, estrechamente relacionado con la renta y el grado de formación.

[Eczema es un signo clínico caracterizado por prurito (picor), escoriación y espongiosis (edema de las células de Malpighi). El término, de origen griego, fue acuñado por Aetius de Amida (aproximadamente 600 AD)]

Estas observaciones son extrapolables a escala internacional. En los países industrializados, las alergias se duplicaron o triplicaron (según los estudios epidemiológicos) durante las tres últimas décadas, afectando a entre el 15 y el 30% de los niños, y entre el 2 y el 10% de los adultos (datos extraídos de una investigación publicada en el Journal of Allergy and Clinical Immunology.

Según la «Organización Mundial de la Salud», en el año 2011, uno de cada cuatro niños en Europa tenía algún tipo de alergia. Además, la inmigración muestra que la incidencia (tanto de alergia como de enfermedades autoinmunes) es mucho más baja entre los niños nacidos fuera de la Unión Europea. Las enfermedades autoinmunes más relacionadas con procesos alérgicos son la enfermedad intestinal inflamatoria, el lupus eritematoso sistémico, diversas afecciones reumáticas, y la enfermedad celíaca en que la alergia a una proteína presente en diversos cereales (trigo, centeno y cebada) desencadena una reacción inmune que acaba por dañar las paredes del intestino delgado.

En todos los procesos alérgicos y autoinmunes, la higiene excesiva es un factor favorecedor, pero existen otros, en ocasiones determinantes, tales como la genética y la presencia ambiental de contaminantes industriales. No obstante, la relación inversa entre la higiene y la aparición de alergias es indubitada.

El jabón ha sido una de las armas más poderosas en la consolidación de las prácticas de higiene.

Durante la primera década del siglo XIX se recomendaba amoníaco, bórax y jabón para lavar la ropa de baño.

Solo en Estados Unidos, la fabricación de jabón se incrementó un 44% durante la primera mitad del siglo XX. Esta curva ascendente se frenó coincidiendo con el surgimiento de antibióticos a partir de mediados de la década de 1940. Estos fármacos eran la «respuesta a las infecciones», en detrimento de la responsabilidad individual en cuestiones de higiene.

La aparición del SIDA a partir de la década de 1980, descubrió nuestra vulnerabilidad. Un aspecto incidental fue el aumento espectacular (81%) del mercado de productos para la higiene personal, sobre todo aquellos que contenían sustancias germicidas.

Un riesgo del uso, y abuso, de sustancias germicidas es la destrucción indiscriminada de bacterias de nuestra piel, perjudiciales algunas, beneficiosas las más). Estas últimas constituyen una barrera fisiológica que bloquea la proliferación de bacterias dañinas.

Existen otros dos problemas: de un lado el desarrollo de bacterias multirresistentes (es cada vez más aceptado el anglicismo superbugs); y, de otro lado, la falta de incentivos para la investigación de novedosas moléculas antibióticas.

Hoy día existe una creciente convicción de lo erróneo de intentar eliminar todos los riesgos de nuestro entorno. Actuando así, estamos generando riesgos mayores (superbugs) ante los que la farmacología, hoy día, no ofrece respuestas. Quizás hayamos de volver a aprender a vivir asumiendo riesgos, conocidos unos, inciertos los más, muchos de ellos procedentes del submundo de lo visible.

No debemos desdeñar el enorme beneficio que la instauración de la higiene ha supuesto para el desarrollo de la salud global. Sin embargo, un exceso de higiene, aunque aceptable desde consideraciones culturales, puede llegar a ser perjudicial, al menos desde el punto de vista de la salud pública.

Zaragoza, a 31 de julio de 2019

Dr. José Manuel López Tricas

Farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria

Farmacia Las Fuentes

Zaragoza

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