1935: escolares británicos haciendo gárgaras para evitar la gripe (influenza)
La actual pandemia sobrecoge a la Humanidad pero, por suerte, en su peaje de muertos parece respetar de modo general a los niños. No siempre fue así. La muerte impresiona; la muerte infantil se nos torna ética y estéticamente insoportable, a tal punto que una norma no escrita entre los guionistas de películas de Hollywood rechaza mostrar la muerte infantil demasiado evidente o las escenas de niños moribundos.
Ninguna sociedad moralmente consolidada aceptaría que se recortara en recursos destinados a reducir la mortalidad infantil, desde la atención a niños prematuros al tratamiento de graves infecciones, enfermedades o discapacidades. Quienes hemos asistido al funeral de un niño conocemos la desazón de todos los presentes, con independencia del grado de parentesco, hecho que no sucede cuando quien fallece lo hace tras una vida plena, siguiendo el decurso de la existencia.
Alrededor del año 1800 una tercera parte de los niños no cumplía los cinco años; en algunos países la proporción todavía era peor, uno de cada dos. Cada mujer en esa época daba a luz un promedio de entre 5 y 7 hijos.
Hacia 1950 la situación había cambiado drásticamente: la mortalidad infantil (antes de los cinco años de vida) era inferior al 5% en Norteamérica, Europa, Australasia y algunos países de Sudamérica. La tasa reproductiva había disminuido a entre 2 y 4 hijos por mujer. Por primera vez en el siglo XX muchos padres no veían morir a un hijo en edad temprana. Sin embargo, el mundo quedó fracturado entre los países ricos y el resto, en los que la mortalidad infantil continuó siendo escandalosamente elevada.
En la actualidad (final de la segunda década del siglo XXI) la mortalidad infantil ha seguido disminuyendo, situándose en aproximadamente 1 de cada 200 (sobre todo prematuros) en Europa, Norteamérica y Australasia. Aunque con notables diferencias, la mortandad también se ha reducido en el resto del mundo, hasta valores entre el 1% y el 2%. Algunos ejemplos son paradigmáticos: China redujo la mortalidad infantil desde 1 de cada 3 niños nacidos vivos, a 1 de cada 100; en India y Kenia pasó del 25% al 5%; Tanzania la redujo del 40% al 5%. Las tasas de mortalidad en algunos de los países con índices más elevados son comparables a las existentes en Europa a mediados de la década de 1950.
En este año (2020) Perri Klass, pediatra, ha publicado el libro A Good Time to Be Born (Un buen tiempo para nacer). Podría parecer un cruel sarcasmo, pero, si lo vemos con perspectiva, es cierto. Los actuales padres del mundo desarrollado, y en cierta medida también aquellos de países con estándares socioeconómicos bajos, son probablemente los más afortunados de la Historia. Al menos en los países desarrollados, los padres pueden aspirar razonablemente a ver crecer a sus hijos; y que éstos entierren a sus progenitores.
A comienzos del siglo XX alrededor del 20% de los niños nacidos en países occidentales no llegaban a su quinto cumpleaños; situación mucho peor en siglos pasados.
Cuando la hija menor del novelista británico [Charles] Dickens, Dora (llamada así por la novia del personaje David Copperfield) murió de modo repentino en 1851 tras sufrir una crisis convulsiva, Dickens escribió a su esposa, Catherine, quien se hallaba en el balneario de Malvem, tomando una cura, en los siguientes términos « we can never expect to be exempt, as to our many children, from the afflictions of other parents» («nunca podremos estar exentos, como para nuestros muchos niños, de las aflicciones de otros padres»).
El mismo año, 1851, Charles Darwin viajó con su hija Annie, entonces de diez años, al mismo balneario que la esposa de Dickens. Trataba de buscar la curación de una enfermedad (¿escarlatina, tuberculosis?). Esmeró sus cuidados, de los que informaba regularmente a su esposa, Emma. En una de sus cartas describía cómo curaba a su hija con una esponja impregnada en vinagre. No fue suficiente; y dos días más tarde Charles Darwin dejó el desolador testimonio de su muerte: «se fue a su sueño final de la manera más tranquila, más dulce, a las 12 de hoy. Nuestra pobre y querida niña ha tenido una corta vida, pero confío que feliz; solo Dios sabe las miserias que le esperaban» («She went to her final sleep most tranquility, most sweetly at 12 O’clock today. Our poor and dear child has had a very short life but I trust happy, and God only knows what miseries have been in story for her»).
Aun cuando los ejemplos mencionados pertenecen a clases sociales elevadas, la verdadera tragedia se presentaba sobre todo en los suburbios pobres de las grandes ciudades emergentes. Surgieron grupos de ayuda altruista dedicados a educar a las madres en la atención a sus hijos recién nacidos, aconsejar acerca de la planificación familiar (entonces inexistente) y a la mejora de la salubridad de sus infraviviendas.
Ya en el año 1906, el médico británico George Newman publicó Infant Mortality: A Social Problem. En el libro se menciona la impresionante mortandad de niños neonatos en la Europa de la época, entre el 10% y el 30% no lograban llegar a su primer cumpleaños. Fue a partir de entonces cuando la tasa de mortalidad infantil formó parte del índice de desarrollo social, un parámetro usado por la Organización Mundial de la Salud. En la lucha por reducir la mortalidad infantil fue fundamental el desarrollo de las vacunas y los antibióticos, pero también los proyectos de ingeniería, los programas de salud pública, la mejora de la educación y el compromiso político para legislar con inteligencia y previsión a futuro.
Aun antes de que se dispusiese de antibióticos y vacunas, los programas de educación (muchas veces llevados a cabo puerta a puerta) enseñaban a las madres, mucho más jóvenes que en la actualidad, a prevenir contagios infecciosos y diarreas infantiles que mermaban la salud y, no pocas veces, ponían en riesgo la supervivencia (miles de niños muy pequeños morían por diarrea en países desarrollados). La mortalidad por diarrea continúa siendo un enorme problema en países pobres, donde más de un millón de niños menores de cinco años fallecen cada año por esta patología banal. Esta estrategia logró excelentes resultados, pero las discrepancias raciales, sociales y económicas condicionaron, y lo siguen haciendo, los resultados dispares en cuanto a la reducción de la mortalidad infantil.
La actual pandemia está enseñando muchas cosas, entre ellas que no es posible vivir sin asumir riesgos, sanitarios y de otro tipo. Hemos de mirar atrás, a la época de nuestros abuelos y bisabuelos para comprender que la existencia ha de sortear graves riesgos. Ellos confrontaron complejas situaciones (bélicas, sanitarias, económicas) con una sabiduría y humildad que parece faltarnos a nosotros, una sociedad inane, encogida sobre sí misma que espera agazapada y temerosa el final de la pandemia, sin reflexionar y ni realizar la más mínima autocrítica.
Zaragoza, a 14 de octubre de 2020
Dr. José Manuel López Tricas
Farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria
Farmacia Las Fuentes
Florentino Ballesteros, 11-13
50002 Zaragoza