En diciembre de 1996…

En diciembre del año 1996, el entonces Presidente de Estados Unidos, Bill Clinton (a la derecha en la fotografía) invitó a Anthony S. Fauci (de pie en el centro) al Despacho Oval de la Casa Blanca para que le informase de la grave pandemia de esa época, el SIDA, que ya entonces había causado la muerte a más de 350.000 estadounidense; y a más de seis millones de personas en todo el mundo.

Se atisbaba la esperanza: por fin se habían autorizado varios medicamentos antirretrovirales. De hecho el primero, Zidovudina (también denominado Azidotimidina o más conocido por su acrónimo AZT; y aún más por su nombre con el que se comercializó, Retrovir®) se había recuperado de los anaqueles de medicamentos olvidados tras décadas sin haberle encontrado utilidad alguna.

Se planteó la necesidad urgente de desarrollar una vacuna contra el VIH (Virus Inmunodeficiencia Humano) causante del SIDA (Síndrome Inmunodeficiencia Adquirida).

Anthony S. Fauci recordaría más tarde la cuestión planteada por Bill Clinton: …conoces la enfermedad [SIDA] desde 1981, ¿cómo no se dispone todavía de una vacuna? Esta pregunta impulsó la creación de un centro de investigación que coordinase los esfuerzos de múltiples científicos dirigidos a un fin único: desarrollar una vacuna eficaz.

Durante la década de 1990 la investigación de nuevas vacunas había dejado de ser una prioridad en el ámbito de investigación farmacéutica, que se hallaba volcada en el cáncer y enfermedades cardiovasculares.

Cinco meses más tarde Bill Clinton iba a dar un discurso de graduación en la Universidad Estatal de Baltimore y quería anunciar la creación del centro de investigación de vacunas. Anthony S. Fauci debía preparar la información para el Presidente.

Uno de los primeros científicos reclutado fue el Dr. Graham, un virólogo que se había iniciado como médico clínico. Descubrió la nueva enfermedad cuando asistió a un vagabundo con lesiones en la piel y múltiples infecciones en pulmones, hígado y bazo. El enfermo sufría un colapso de su sistema inmunológico. Pronto se hizo evidente que el virus causante de la enfermedad se propagaba entre usuarios de drogas intravenosas y hombres homosexuales. Fue el primero. A éste pronto le siguieron otros pacientes, de manera típica hombres jóvenes con emaciación (espectaculares pérdidas de peso) e infecciones inusuales.

El Centro de Investigación de Vacunas se inauguró en el año 2000 en los campus de los National Institute of Health, en Bethesda, Maryland. Al principio contaba con un presupuesto que equivaldría en la actualidad a 43,9 millones de dólares, contando con una plantilla de 56 personas entre científicos y personal administrativo. Hoy día cuenta con una plantilla de 444 personas y un presupuesto superior a los 180 millones de dólares, al que hay que sumar más de mil quinientos millones de dólares invertidos por los National Institute of Health en otros centros de investigación. Todo este presupuesto se dirigió al principio a lograr una vacuna contra el SIDA. Se han probado 85 potenciales vacunas. Hasta ahora ninguna ha funcionado.

 

Fotografía (coloreada) obtenida con la ampliación de un microscopio electrónico: una célula T (azul) siendo atacada por múltiples virus VIH (amarillos)

El VIH es paradigmático de lo difícil (¡hasta casi lo imposible!) que puede resultar diseñar vacunas contra algunos virus.

Tras numerosos fracasos se decidió probar una posibilidad que teóricamente se consideraba a priori remota. Consistía en mapear la estructura atómica de una proteína que sobresalía del esferoide vírico del VIH. Esta proteína (a semejanza a la proteína S del actual coronavirus SARS-CoV-2) constituía la llave que permitía la invasión vírica de los linfocitos T coadyuvantes, las células diana del virus. Teóricamente, estas proteínas del VIH servirían para, una vez inyectadas, motivar al sistema inmune a fabricar anticuerpos específicos.

La proteína del VIH tiene una particularidad camaleónica: su conformación cambia durante el proceso de infección. Los anticuerpos desarrollados contra esta proteína no tienen esa posibilidad. Esta es una estrategia perversa del virus para evadir el sistema inmune de la persona infectada.

La investigación se focalizó en saber cuál de las conformaciones de la proteína era más adecuada para diseñar una vacuna. A juicio de alguno de los investigadores era como tratar de agarrar la gelatina con la mano.

En 2008 Jason McLellan, a la sazón 27 años, se unió al Centro de Investigación de Vacunas. Entonces ya tenía reputación en la técnica del análisis de la estructura tridimensional de las proteínas mediante la compleja técnica de la cristalografía con rayos X.

Tras una ardua e infructuosa investigación con el VIH, redirigió su trabajo a otros virus más manejables. Seleccionó a tal fin el Virus Respiratorio Sincitial (RSV, de su acrónimo en inglés). Este virus causa una enfermedad respiratoria, muy grave e incluso mortal en niños muy pequeños. El objetivo del estudio era una proteína del virus imprescindible para desencadenar la infección. Fruto de estas investigaciones ha sido el diseño de varias potenciales vacunas, todavía en diversos estadios de experimentación preclínica.

A mediados de la década de 1950 la molécula, hoy casi popular, ARN mensajero, apenas se conocía. Su existencia se infería en el modelo conceptual básico de la biología molecular. Existían crecientes certezas de que una molécula intermediaba entre el ADN del núcleo celular y las proteínas. Durante una reunión en la Universidad de Cambridge, Reino Unido, dos futuros Premios Nobel, Francis Crick y Sydney Brenner decidieron denominar a esta molécula X, tal como ya habían propuesto científicos franceses. Esta molécula (X) pronto pasó a denominarse ARN mensajero, incidiendo en su función: transportar (en forma codificada) la información escrita en forma de secuencia de nucleótidos en el ADN hasta los ribosomas citoplasmáticos encargados de engarzar los aminoácidos que conforman la estructura primaria de las proteínas.

Todos los intentos para aislar el ARN mensajero fracasaron; la molécula se fragmentaba con todas las técnicas extractivas disponibles en la época. Tal vez por ello la molécula perdió interés para los investigadores. Lo verdaderamente importante en la época eran el código genético (secuencia de bases del ADN) en que se sustentaba la herencia, y las proteínas, en que se fundamentaban todos los procesos metabólicos. Todo cambió cuando Doug Melton, un biólogo de Harvard descubrió en el año 1984 cómo sintetizar la esquiva molécula de ARN mensajero. No obstante, el ARN mensajero se degradaba muy rápidamente.

En la actualidad miles de millones de personas hemos sido vacunadas contra la infección covid-19 con vacunas basadas en ARN mensajero. Pero el desarrollo de estas vacunas no habría sido posible sin un encuentro casual en 1988 entre dos académicos en la Universidad de Pennsylvania, Estados Unidos.

Imagen obtenida bajo la ampliación del microscopio electrónico de un grupo de ribosomas engarzados en una cadena de ARN mensajero

Drew Weissman y Katalin Karikó, húngara de nacimiento que buscaba hacerse un hueco en la universidad de Pennsylvania, aunaron sus esfuerzos en un programa de investigación que en los últimos años del siglo XX seguía pareciendo exótico por su escasa aplicación práctica.

Drew Weissman había abandonado recientemente una investigación sobre un potencial tratamiento contra el SIDA que se mostró tóxico.

Al principio la investigación sobre el ARN mensajero se dirigía a la preparación de una vacuna contra el SIDA.

Históricamente las vacunas antivíricas comercializadas se formulaban con virus modificados (por ejemplo el virus de la rabia) o fragmentos víricos que estimulasen la producción de anticuerpos específicos por el sistema inmune. Conceptualmente con el ARN mensajero se propendía a que las células humanas fabricasen el propio antígeno vírico (en lugar de inyectarlo de manera exógena). Acto continuo, el organismo actuaría contra el antígeno fabricando los anticuerpos específicos. Este proceder imitaría mejor una infección real y, de este modo, se confiaba que la respuesta inmunitaria sería más contundente.

El principal problema era que el ARN mensajero es una molécula muy lábil; y esto comprometía la eficacia de las potenciales vacunas. Otros problemas anteriores ya se habían solventado, el más importante de los cuales fue la síntesis del ARN mensajero en el laboratorio.

Drew Weissman y Katalin Karikó insertaron moléculas de ARN mensajero en células humanas cultivadas in vitro. Las células sintetizaron las proteínas esperadas (siguiendo las instrucciones del ARN mensajero inyectado). Sin embargo, la siguiente fase se truncó: cuando se inyectó ARN mensajero sintetizado en laboratorio a ratones, los animales enfermaron. Los roedores se volvieron pasivos e inapetentes, su pelaje se erizó. No existía explicación.

Tras un sinnúmero de investigaciones los investigadores concluyeron que el sistema inmunitario reaccionaba contra el ARN mensajero inyectado, cual si se tratase de un germen infeccioso.

Finalmente se obtuvo una explicación: las células humanas protegen su propio ARN mensajero (el codificado por su propio ADN) mediante una modificación química muy específica. Remedando este proceder (modificar el ARN mensajero antes de su inyección), los animales lo procesaron como propio y no desarrollaron una reacción inmunitaria de rechazo.

Estos hallazgos se publicaron en la revista Immunity, tras ser rechazados por publicaciones de primer nivel, tales como Science o Nature.

Drew Weissman y Katalin Karikó habían resuelto un trascendente problema: la aceptación in vivo del ARN mensajero foráneo. Sin embargo, existía otro inconveniente: una vez inyectada, cómo proteger a una molécula tan lábil en el torrente sanguíneo antes de alcanzar las células diana.

La solución surgió de un grupo de trabajo de Vancouver, Columbia Británica, Canadá. Durante años habían trabajado en tecnología para el transporte de material genético a las células. La técnica contribuyó al desarrollo de la terapia génica al permitir transportar genes al interior de las células para tratar genopatías diversas.

Conceptualmente era razonable que si estos envoltorios microscópicos de grasa (técnicamente: liposomas) hacían factible transportar genes (fragmentos de ADN) también deberían servir para vehiculizar el ARN mensajero.

Surgieron entonces problemas asociados con derechos de patente. Los investigadores canadienses habían vendido los derechos de su tecnología a una empresa, Protiva, reticente a ceder las regalías a la empresa alemana BioNTech, para la que había comenzado a trabajar Katalin Karikó. La llegada de la pandemia covid-19 limó asperezas de derechos intelectuales y el ARN mensajero (esta vez de la proteína S del coronavirus SARS-CoV-2) se vehiculizó en los liposomas de los científicos canadienses. Ha sido así como han surgido las vacunas anti-covid-19 basadas en la tecnología del ARN mensajero. Estas vacunas no se desarrollaron en pocos meses como se ha hecho hincapié. Todo estaba ya preparado, a excepción de la obtención del ARN mensajero que codifica la proteína S del coronavirus SARS-CoV-2 y es responsable de la infección de las células humanas.

Los coronavirus, descritos a mediados del siglo XX por June Almeida, escocesa de nacimiento, pero afincada en Canadá tras su matrimonio con un brasileño, de donde tomó su apellido de casada, apenas tenían interés para la comunidad científica, causantes como eran de resfriados comunes.

Todo cambió con el siglo XXI: primero fue el SARS del bienio 2003-2004 que causó una pandemia muy limitada pero con elevada mortalidad (alrededor de 800 muertes de un total de 8.000 infectados aproximadamente). Al SARS de 2003-2004 le siguió otro coronavirus mucho más mortífero (aproximadamente 30% de los infectados), el MERS, que quedó restringido a la península de Arabia, sobre todo entre los cuidadores de camellos y dromedarios. En cierta manera aquellas crisis sanitarias fueron anticipatorias de la actual pandemia covid-19. Tal vez se cometió un gravísimo error no investigando vacunas contra virus con la estructura y genética de los coronavirus. [MERS es el acrónimo de Middle East Respiratory Syndrome]. Los investigadores no consiguieron ninguna muestra de pacientes con MERS. Esto fue consecuencia de la soberbia de la comunidad científica occidental que desde siempre había desdeñado a sus colegas de países subdesarrollados. Esta situación adquirió especial relevancia durante la crisis del SIDA. Una de las consecuencias fue que los gobiernos no son proclives a compartir información.

El MERS de 2013-2014 y el anterior SARS de 2003-2004 presagiaban que algún virus sucedáneo terminaría por desencadenar la pandemia actual. No se quiso jugar al alarmismo, decisión políticamente incómoda y científicamente estúpida. La Humanidad sería capaz (se supuso) de frenar un brote epidémico, sin llegar a que se propagase de modo pandémico.

Durante el septenio transcurrido entre la aparición del MERS y la del SARS-CoV-2 se llevaron a cabo investigaciones que terminarían siendo muy útiles (¡quién lo diría!) para el diseño de vacunas contra el covid-19. Todo comenzó con el estudio de una proteína pico de un β-coronavirus causante de un tipo de resfriado común (designado HKU1). El objetivo de la investigación fue aislar y “congelar” (fijar la conformación) de dicha proteína.

Graham y McLellan publicaron, primero online, y más tarde en la revista Science un trabajo seminal sobre la estructura de la proteína S del coronavirus HKU1. En este trabajo se buscaban las mutaciones que estabilizaran la conformación de la proteína, requisito para poder diseñar las futuras vacunas. Esta investigación hizo factible el rápido desarrollo de las vacunas de Pfizer (que se había asociado con la biotecnológica alemana BioNTech) y Moderna Therapeutics.

A partir de las secuencias genéticas de la proteína S, se sintetizó su transcrito (ARN mensajero) siguiendo el procedimiento diseñado por Drew Weissman y Katalin Karikó 15 años antes. Acto continuo encapsularon el ARN mensajero sintetizado en los liposomas desarrollados por el grupo de trabajo canadiense. Fue de este modo como se consiguieron las primeras vacunas.

Para financiar los ensayos clínicos de Moderna Therapeutics, el gobierno federal [de Estados Unidos] usó presupuesto que estaba asignado a la investigación de vacunas contra el SIDA. Los laboratorios Johnson & Jhonson, AstraZeneca y Novavax, también se beneficiaron de estas partidas presupuestarias para el desarrollo de sus vacunas anti-covid-19. En cambio, Pfizer-BioNTech realizó su investigación sin financiación externa. Quería ser el primer laboratorio que lograse la autorización de una vacuna, y haber usado financiación gubernamental le obligaba a compartir los hallazgos.

En noviembre (2020) se dieron a conocer los primeros resultados del ensayo de la vacuna de Pfizer-BioNTech.

Las vacunas anti-covid-19 no son una investigación de nuevo cuño, sino el resultado de décadas de inversión e investigación que comenzaron con el intento infructuoso de desarrollar vacunas contra el SIDA. Solo el tiempo permitirá una evaluación rigurosa de la verdadera eficacia a largo plazo de las vacunas anti-covid-19.

Zaragoza, a 27 de enero de 2020

Dr. José Manuel López Tricas

Farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria

Farmacia Las Fuentes

Zaragoza

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