Historias curiosas de la nutrición

La buena salud depende mucho de una dieta adecuada. Pero, ¿qué dieta? Han existido históricamente distintas y atrabiliarias propuestas nutricionales, aunque no menos que las que ahora se propugnan con mucha publicidad y generalmente nulo aval científico.

El romano Cato El Viejo (234-149 a. C.) alababa el régimen de repollo; y, muchos siglos después, en el XIX, el médico británico John Salisbury (que dio nombre a un famoso bistec) recomendaba un régimen a base de carne picada y abundante agua.

Galeno, ya en el siglo II A.D. consideraba que la salud era el correcto equilibrio de los humores.

Alrededor del año 1.000 el calendario dietético bizantino aconsejaba tomar vino aromático en enero para evitar los peligros de la flema dulce.

En el siglo XIX un falsario médico, Sylveter Graham, al que pronto siguió John Harvey Kellog (sí, el de los cereales) recomendaban el consumo de copos de maíz con el argumento de que el «estreñimiento crónico causaba la muerte».

Todavía en el siglo pasado (XX) se hicieron relativamente populares libros como Man Alive (Hombre vivo), si bien sería mejor traducir como «Hombre medio muerto».

El libro Terrors of the Table trata de la tiranía nutricional de los tiempos modernos, cuando el miedo al colesterol parece haber suplantado al terror al demonio de épocas medievales.

Lamentablemente son las modas, y no la ciencia, la que establece los modelos nutricionales y los comportamientos aceptados, no pocas veces asociados a patrones ideológicos, cuya trasgresión no es admitida por los «convencidos», verdaderos apóstoles de las seudociencias.

La historia de la ciencia nutricional tiene su lado más sombrío en las hambrunas, por catástrofes naturales y, aún peor, las desencadenadas deliberadamente por el hombre como estrategia de sometimiento y terror. Los nazis llevaron a cabo un programa de eugenesia infantil mediante el hambre en hospitales denominados hungerhäuser, en los que se alimentaba a los niños defectuosos (con diversas discapacidades) únicamente a base de patatas, nabos y coles en cantidades minúsculas, una dieta que solía causar la muerte en aproximadamente tres meses.

En el año 1940, cuando los alemanes decidieron exterminar a la población judía del gueto de Varsovia, establecieron un bloqueo a la entrada de alimentos. Haciendo virtud de la necesidad, el doctor Israel Milejkowski, uno de los prisioneros del gueto, con la ayuda de otros colegas judíos realizó estudios sobre los efectos de la desnutrición. Tristemente gran parte de los trabajos se perdieron tras haber permanecido enterrados hasta la liberación por las tropas del ejército soviético.

La hambruna holandesa desencadenada por los nazis fue la cruel respuesta a una huelga de los ferroviarios neerlandeses en 1944, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo su política de responsabilidad compartida, los alemanes bloquearon el acceso de alimentos a la población. Alrededor de 20.000 personas murieron directamente de inanición; otras muchas debido a enfermedades asociadas. La amarga experiencia pasó a la historia como el «invierno holandés del hambre». El daño no se limitó a los directamente afectados. Los niños nacidos durante ese aciago período han sufrido con mayor frecuencia enfermedades como esquizofrenia y diabetes.

Entre las páginas nigérrimas de la historia del hambre provocada por la maldad humana hay que mencionar las hambrunas en Ucrania y otros lugares de la entonces Unión Soviética cuando Iosif Stalin impuso los planes de colectivización castigando a los paupérrimos campesinos que se negaban a la entrega de sus propiedades con el hambre y el destierro a las inhóspitas estepas siberianas. Millones murieron o fueron desterradas a inhóspitos territorios. Gran parte de la intelligentsia izquierdista occidental miró hacia otro lado, permitiendo la muerte de millones de personas a las que, además, se condenó al olvido más cruel.

A partir del siglo XIX se hizo cada vez más evidente que la carencia de factores nutricionales esenciales se asociaba a enfermedades. Sin embargo, este cambio de paradigma no se aceptó fácilmente. Cuando ya se sabía que las frutas y verduras evitaban el escorbuto, seguía perviviendo la creencia que estos alimentos contenían un antídoto contra el mal del aire (que se creía origen de la enfermedad escorbútica).

Tal vez el paradigma de la obstinación ante las nuevas evidencias científicas lo hallamos en la pelagra. Era esta una enfermedad de gentes míseras. Durante los tiempos de guerra y posguerra la pelagra se extendía de una manera epidémica. Aproximadamente la mitad de los que la contraían terminaban falleciendo; otros sufrían demencia irreversible. Como la epidemia de pelagra se presentó fundamentalmente en el sur de Estados Unidos, se creyó durante algún tiempo que se trataba de una enfermedad infecciosa transmitida por la picadura de mosquitos, e incluso que se trataba de un mal contagioso importado por inmigrantes italianos. Cuando Joseph Golberger viajó a los estados sureños de Estados Unidos en el año 1915, observó que muchas personas de los asilos padecían pelagra (epíteto que significa «piel seca», por ser ésta su primera y más evidente manifestación, aunque no la más grave). Mediante una serie de sencillos y elegantes experimentos Joseph Golberger demostró que la enfermedad no era infecciosa ni contagiosa. Pronto evidenció que se trataba de una carencia nutricional. Sin embargo, Golbeger realizó sus experimentos y observaciones durante la década de 1920, cuando las teorías eugenésicas estaban en pleno apogeo en todo el mundo, no solo en Alemania. Debió confrontar prejuicios tan absurdos como que las personas de los asilos afectadas por pelagra eran inferiores y, consecuentemente, más susceptibles a las enfermedades. Un mérito no siempre reconocido de Joseph Goldberger fue desmontar prejuicios. Aquí me gusta recordar el comentario atribuido a Albert Einstein de que es más fácil mover el mundo que desmontar un prejuicio.

En el hospital Spartansburg (Carolina del Sur), con muchos enfermos de pelagra, Joseph Goldberger y sus colegas se inyectaron sangre de enfermos, se frotaron las secreciones de úlceras mucosas e ingirieron material de costras de enfermos. Ninguno contrajo la pelagra demostrando de manera indubitada que no se trataba de una enfermedad contagiosa. A pesar de los irrefutables resultados y el sencillo tratamiento (bastaba con mejorar la alimentación de los asilados y la población más pobrea), poco se hizo para que la gente comiese mejor. Solo a partir de la década de 1930, durante la Gran Depresión, la pelagra comenzó a desaparecer de Estados Unidos, sobre todo por la creación de comedores sociales para los millones de nuevos pobres, junto con la introducción de harina enriquecida.

Esta información ha sido extraída del libro Terror of the Table. The Curious History of Nutrition, escrito por Walter Gratzer y Jane y Michael Stern.

Zaragoza, a 30 de abril de 2019

Dr. José Manuel López Tricas

Farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria

Farmacia Las Fuentes

Florentino Ballesteros, 11-13

50002 Zaragoza

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